lunes, 27 de agosto de 2007

Epifanía

Cuando se abrió la puerta del ascensor, un hombre de estatura muy pequeña, y gordo como un saco de agua, nos preguntó si estábamos subiendo. Nosotros cruzamos unas miradas de inteligencia, y sonriendo muy discretamente le hicimos entender. Él se sonrió también y exclamó: ¡Qué bruto! Si estoy en el último piso. Se acomodó entre nosotros, al tiempo que la puerta se cerraba tras él; y, no sin estupor, advirtió, al darse la vuelta, que continuábamos subiendo ---el edificio se abría al cielo, espléndido como un tulipán, y dejaba ver, sólo para nosotros tres, el maravilloso suceso. Tiempo más tarde, reparé en el alcance y significado de aquella travesura. Hallándome solo dentro del mismo ascensor, y una vez que el aparato hubo llegado a la Planta Baja, al abrirse las puertas, una joven de presencia fascinante, formas rotundas apenas contenidas por su piel de fina seda y ojos resplandecientes como el ámbar, me preguntó: ¿baja? Yo procuré inhibir mi primer impulso, no obstante lo cual me quedé de pie frente al tablero, y con los ojos puyúos --- esto es, anticipando los ardores y oscuros gozos que nos aguardaban en ese abismo de candela deliciosa al que habríamos de precipitarnos--- le contesté: Sí, cómo no, pase adelante.

sábado, 11 de agosto de 2007

Modestia aparte




Su mujer ha montado en cólera y no le falta razón. Aunque nadie puede asegurar que está fuera de sí, Gonzalo advierte en su mirada esquiva, en la expresión pétrea de su rostro, en el gesto duro de su frente, en la línea finísima de sus labios, las señales inequívocas de su suprema arrechera. Si bien estaba ya acostumbrado a tal circunstancia ---no tanto porque su mujer fuese particularmente volátil, sino porque él era bastante romo y lerdo--- había algo que le decía que esta vez era diferente. La fiesta transcurre sin novedad, los amigos liban sin descanso el whisky doce años que Gonzalo les brinda… El buen Gonzalito, el pana Gonzalacho, el casi pendejo, si no fuera por su doctorado y el sueldazo que se gasta en El Norte como profesor de una universidad de nombre impronunciable.

¡Quién lo diría! El mismo Gonzalo que una tarde de verano lanzó altísimo una pelota y pronunció en éxtasis el número 7 mientras todos los demás echaban a correr como endemoniados a la espera del seco comando ¡STOP! que daría inicio al juego, Augusto fue el primero que detuvo su carrera y estalló en carcajadas porque el STOP nunca llegaría: era ese el número de Gonzalacho, ‘ñoelamadre… Y apenas los demás lo advirtieron también, un coro de risotadas le dejaron saber que debía detener su frenética carrera, para voltearse y verlos revolcándose y llorando de la risa, como siempre lo han hecho cada vez que recuerdan el episodio.

La risa siempre ha sido la vía de escape de Gonzalo, provocarla como quien lanza una cortina de humo, hacer creer que uno se burla de sí mismo, que lo hace a propósito: hacerse el borracho para esconder que estás chapeto con la quinta cerveza; hacer el payaso para que no se burlen de ti, pues no sabes jugar béisbol con pelotica de goma o te da culillo meterte pa’ lo hondo en la playa. Pero esto ahorita no ha sido una payasada, aunque todo el mundo la ha recibido como tal: Gonzalito, el ocurrente, ¡qué bolas, Gonzalo! Augusto escupió el whisky en una cascada fina que acabó en una risotada, como siempre: ‘ta buena esa, Gonzalo. Y él… sin saber, sin enterarse.

¿Cómo no decir, entonces, que Gonzalo es un tipo supremamente torpe? ¿Cómo hacer ahora? Su mujer está enojada, de eso no cabe duda, pero hay que detener la fuga, una vez más, y leer el coro de carcajadas, interpretar la algazara. Coño, la respuesta más natural era hacer acto de modestia, pero la cosa no pega, ¡Ah, carajo!… ¿Por qué esa otra maldita costumbre, tan impenitente como la torpeza? Augusto dice que se complementan: la cara de perplejidad (de estúpido y fingido asombro) que Gonzalo solía poner cada vez que le entregaban la máxima nota del examen en el cual todos los demás salían miserablemente raspados. Esa cara se corresponde perfectamente con lo demás, porque Gonzalo, a fin de cuentas, lo que deseaba mas que nada era ser aceptado por el grupo. Así, su sobresaliente inteligencia no era más que buena suerte, y merced a ello, modestia obliga, fue pura suerte muchachos... Pero está claro que esa vaina no funciona todo el tiempo, Gonzalo, y la arrechera de tu mujer así lo atestigua. Tu mujer, muy oronda, ha dicho que tiene buena mano ---como colofón adversativo de una plática acerca de cómo los maridos engordan después del matrimonio. Y no está bien, entonces, que tú digas en un arranque de modestia que tú no… Tú no tienes buena mano. Gonzalo, coño, que las palabras no se pueden recoger como quien junta los trozos de un jarrón que ha estallado en el suelo. Mejor, piensa lo que vas a hacer después de que todos nos vayamos, envidiando tu suerte de 75 mil dólares anuales, tu hado de Tenure Track Professor, así… en un inglés mal pronunciado y con mayúsculas… Ve a ver qué dices, Gonzalo… No puedo dejar de pensar en ti, Gonzalo, porque de vuelta a la casa, Augusto me dice que menos mal que todo sigue en su sitio, tú allá y nosotros de este lado sosteniendo el mundo tal como se conoce, suspirando aliviados y muertos de risa… Si Gonzalo sigue siendo Gonzalito, entonces nosotros seguimos siendo nosotros, ¡qué alivio!