lunes, 30 de julio de 2007

De retazos y veleidades



Asdrúbal está hecho de retazos y veleidades. Lo primero que escuchó en su vida fue “tiene la nariz de su padre”, al tiempo que alguien más agregaba: “y la boca de su madre”. Asdrúbal, desde siempre, se ha mostrado incapaz de decir nada original. Usualmente, se rodea de gente ingeniosa y ocurrente. Con ademanes estudiados las halaga, y luego, con esmero, copia y reproduce frases y actitudes, pero sobre todo los chistes. Su ascenso ha sido meteórico, la prolijidad de su plan intachable. Al cabo de poco tiempo ha sido recibido en los más selectos círculos de la ciudad, y considerado, además, como uno de los tipos más inteligentes y combativos; claro, con ese inagotable repertorio de gestos ajenos y ese verbo fácil para la arenga y el insulto... Como un voraz animal ha estado fijando su atención en cuanta ocupación o negocio pueda saciar su ánimo diletante. Recientemente, ha parado mientes en el desarrollo de una carrera como alto funcionario del poder popular ---acaso sea una promesa de señorío, de preponderancia lo que lo tienta, embriaga y afana. Ahora, no para de hablar de la visión holística del hombre y la naturaleza, del fin de las ideologías, la justicia social, los precios del petróleo y los indicadores macroeconómicos. Con una inefable erudición de crucigrama aporta su inmensa sapiencia en la solución de los problemas del país y se siente parte perentoria e indispensable del proceso. Y sobre todo, hoy más que nunca, habla tan sólo en primera persona.

miércoles, 18 de julio de 2007

Salvatore y el sexo



Salvatore era un viejo amigo de mi hermano mayor. Hablaba siempre con voz pausada y modales delicados. Un día cualquiera, me comentó que jamás se había acostado con mujer alguna. Le pregunté, sutilmente, si era homosexual –bueno, no sutilmente, más bien con asombro, con urgencia y no poco estupor; y recalcó que no se había acostado con n-a-d-i-e. El tema sexual era apenas la punta del iceberg de su inane existencia. A todas estas, yo me preguntaba qué podía ver mi hermano de interesante en él, Salvatore era un tipo gris –esa es una imagen muy socorrida, pero de momento es la única que me sirve, aunque puedo agregar que Salvatore parecía vivir aquejado de aburrimiento: se contentaba complaciendo a los demás, realizando las tareas corrientes que ninguno quería hacer y parecía pasarse la vida tan callando. Luego, al conocer mejor a Salvatore, advertí que mi hermano apreciaba en él su plática amena y vibrante, su inteligencia dispersa, su agudeza y ese raro sentido de la observación que faculta a ciertas personas a emitir juicios de otras sin marrar en lo que dicen y ofrecer consejos oportunos y atinados; pero por encima de todo destacaba una deliciosa habilidad para contar historias, las cuales montaba con rapidez y sin esfuerzo para ilustrar sus razonamientos.

Por otro amigo de la universidad, me he percatado de que la compañía de Salvatore es codiciada por muchos en Valencia, pero de un modo extraño porque en el fondo nadie admitiría que era chévere andar con él, nadie concedería en público que lo contaba entre sus más allegados –sobre todo entre los de mi especie… Me pregunto quién puede ser el valiente y seguro de sí mismo capaz de decir: me fui a tomar un café con Salvatore, que no una cerveza, sin sentir que estaba revelando un caro secreto, una tara vergonzosa.

Una tarde, mientras platicábamos, Salvatore sacó de nuevo a cuento el tema aquel de la virginidad. Le recomendé que visitara a un psiquiatra o a un terapista –la verdad, porque no me vi a mí mismo llevándolo a la azotea de Hotel Camoruco, como quien inicia a un carajito, me asaltaba una especie de incomodidad pensando en que luego debería ofrecer alguna explicación a las putas, habida cuenta de mi condición de habitué del sitio, y tomando en cuenta los delicadísimos modales y la voz levemente aflautada de Salvatore.

Supe después que, a pesar de todo, el hombre seguía tan asexuado como siempre –digo a pesar de todo porque me contaron que alguien sí tuvo la valentía de llevarlo a un lupanar cosa a la que se negó categórico. Por un azar cualquiera, –en el que el extraordinario poder de persuasión de mi hermano tuvo que ver– Salvatore fue a dar a manos de un terapista de línea dura quien, felizmente para muchos, tenía por norma el uso de facilitadores sexuales –algo así como hetairas, pero menos sabias quizá, y más sabrosonas. El caso es que cuando a Salvatore le tocó su sesión de taller sexual, el terapista se frotaba las manos pensando que había logrado redimir el sexo apático de su paciente, pues la sesión se prolongaba por espacio de horas y horas. Entonces, una vez que hubo esperado un tiempo prudencial, el terapista se aventuró a espiar cuanto sucedía en la sala. Consiguió a Salvatore persuadiendo a la chica de que no hiciera más ese trabajo: ella, una chica tan linda, estudiante universitaria, de tan buena familia ¿cómo va ser, Jesucristo? Mientras ella, abrazada a sus piernas, lloraba inconsolable.