martes, 15 de mayo de 2007

Del orgullo

No advirtió las primeras señales, o más bien, no reparó en ellas. Pasaron completamente inadvertidas para él las amarillentas manchas en la funda de su almohada que con disgusto contemplaba su esposa mientras levantaba las fundas y las colocaba al trasluz, como si examinara una radiografía, un poco como si la funda misma escondiera la explicación a tan extraño prodigio. Tampoco prestó mayor atención a esa extraordinaria humedad en la comisura de sus labios que a veces tenía que atajar, con la punta de la lengua, discretamente. Menos aún, halló conexión alguna entre aquello y el hecho de que con demasiada frecuencia se le escaparan frases enteras que articulaba como ahogadas en una espesa y cristalina sustancia ---más de una vez se sorprendió limpiándose con prisa el labio inferior como quien procura retener un derrame. Nada tuvo la menor importancia ni fue objeto de atención sostenida, ninguno de esos accidentes fue interpretado con arreglo a lo que eran: augurios de la catástrofe provocada por su impenitente soberbia ---con altanería contestaba a la pregunta hecha mil veces con la misma frase desgastada, como a imbéciles trataba a los periodistas que se agolpaban, micrófonos en mano, para inquirir la misma estupidez cada vez que le veían. Pero hoy es diferente, él ya sabe, finalmente se ha dado cuenta de todo, y en este preciso instante en el que ha detenido su carro a la orilla de la carretera, con la cara descompuesta se ha mirado en el espejo retrovisor (como si fuese necesario ver, también, aquel líquido proceso), se ha bajado del carro y sujetándose del guardafangos, de rodillas sobre el pavimento, mientras sostiene su cara con la mano libre, ha dejado salir todo aquello, sólo ahora mientras ve humedecerse el pavimento caliente y la saliva fluyendo libre, cuesta abajo, por el camino, adquiere una certeza, tiene una revelación que se hace presente como un fogonazo, que puede sentir como un escalofrío: hoy día va a tener que tragarse sus palabras.